fragilidad

Ring, ring, ring,…sonaba el despertador. Como cada mañana las seis y treinta marcaban el final del abrigado abrazo de las mantas. Primero un ligero movimiento del brazo estirándose, como en cámara lenta, a ciegas, empieza la torpe búsqueda del botoncillo para silenciar el escándalo. Una vez en silencio, el meticuloso reconocimiento:
¿Dónde estoy? , ¿Cómo terminó el día ayer?, ¿a qué hora me acosté?, la memoria corre ágilmente, se resuelven los acertijos y en seguida a levantar. Primero siempre el pie derecho, vestía un pijama celeste, liso, de cuello y solapa blancos.
El baño, mientras descarga el ansiado “pis” se mira al espejo, se reconoce en el, y todo cobra consciencia, su yo, su vida, sus legañas.
Se deja llevar por el hambre a la cocina, atraviesa el largo pasillo con pasos lentos, enciende la luz. El interruptor está a la derecha y lo hace casi sin mirar.
Abre la puerta de la nevera con su mano derecha y sin soltarla extiende la otra lentamente hasta el interior, toma un huevo delicadamente y se gira mientras cierra la puerta. Deja lentamente el huevo en medio de la encimera.
Da un paso, se detiene y casi sin moverse más bien forzando los ojos observa sigilosamente al huevo. Se ha movido.
Confiado, da un segundo paso, repite la operación, ya casi por encima del hombro mira al huevo y confirma que efectivamente se está moviendo.
Por su mente de forma instantánea una ráfaga de pensamientos: el huevo, su peso, la encimera imperceptiblemente inclinada; cuando la reflexión termina, el huevo está ya al borde.
Despliega atléticamente su cuerpo, estira el brazo al máximo y lo toma en el aire, con apremio, con fe, con seguridad; con tanta, tanta seguridad que lo aplasta al cerrar la mano.
Mientras mira atento como el líquido trasparente amarillento se deslizan entre sus dedos y cae al suelo, piensa en el azahar y la casualidad, en la vida, la fragilidad, su fragilidad, en el día que le espera.

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